lunes, 21 de mayo de 2007

LA DULCE VIDA

La casa de Alberto Zúñiga era espléndida, con salones decorados, con las más bellas pinturas y muebles cuya fabricación ergonómica era el paradigma de la comodidad. Los pisos tenían un eterno brillo, como si constantemente fueran humedecidos por los sirvientes encargados de la limpieza.


La luz entraba fácilmente a través de los cristales transparentes de las ventanas y esta llenaba sus ojos con imágenes de campos verdes y jardines representativos del trópico, que se extendían hasta el horizonte. Las columnas de mármol no dejaban lugar a dudas de la magnificencia de aquella casa.


El aire recorría los pasillos impregnado de un antiséptico olor a limpio. La música servía de trasfondo a las diversas tertulias que allí sucedían. Para Alberto, el médico con quien acostumbraba filosofar a diario, ya era como de la familia.


Alberto Zúñiga observaba como los sirvientes iban de un lado para otro, unos limpiando la casa, otros ocupados en los jardines. Los cocineros no paraban en la cocina, donde se elaboraba variedad de comidas, nutritivas, balanceadas.


Quién sería capaz de reconocer ahora al hombre de cuyo pasado hoy no quedaba nada. Tiempo atrás la vida de Alberto Zúñiga había sido un zozobro entre la resignación y la desesperanza.


Ni los cambios de patrono, ni las elecciones políticas, ni la fe y el estoicismo promulgado por la religión, le habían permitido realizarse como persona.


Solo había logrado ser un gallo peleado, cansado de sobrevivir, de descifrar su desventura, inerte existencialmente. Su menesterosa situación fue el resultado de haber sido arrinconado por la adversidad, de la frustración cotidiana, del desengaño de vivir.


Ahora, sin embargo, disfrutaba del resto de sus días. Viajaba muy a menudo y solo las atenciones médicas le privaban de viajar más y por más tiempo.


Alberto al fin vivía la dulce vida ... en el Hospital Psiquiátrico del Estado.

© M.R. Salamán

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